miércoles, 17 de abril de 2019

David Jiménez: “El gran fracaso de la prensa fue convertirse en parte del sistema que debía vigilar”


MADRID.- En su primer encuentro con un David Jiménez recién nombrado director de El Mundo, el entonces ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, le hizo una pregunta y le lanzó un aviso. Aquella fue “¿podemos contar con vosotros?”, mientras este alertaba de que España se enfrentaba a enemigos peligrosos. El político cerró el diálogo con una sentencia: “No son tiempos para la neutralidad”. 

Era 2015 y faltaban pocos meses para las elecciones generales del 20 de diciembre. El Partido Popular quería amarrar la victoria y revalidar a su candidato, Mariano Rajoy, como inquilino de La Moncloa, pero los continuos escándalos por casos de corrupción y los sondeos favorables a Podemos eran obstáculos serios. Había que combatir la indecisión del electorado mandando un mensaje claro. “La Razón y ABC no nos preocupan. 
Ya sabemos que están con nosotros y dirán que todo lo hacemos estupendamente. Pero vosotros podéis decidir las elecciones, ahí están los indecisos, en El Mundo”, aseguró el ministro al director del diario. La alusión a la no neutralidad de estos tiempos es algo que Jiménez volvió a escuchar en boca de otros ministros en varias ocasiones.
El párrafo anterior es uno de los pasajes más reveladores que se pueden leer en El director, el libro en el que Jiménez airea cuestiones escabrosas relativas al triángulo de amor bizarro entre prensa, poder y capital que marcaron su año al frente de El Mundo
La publicación no podría haber encontrado mejor momento, ya que la declaración de Pablo Iglesias en la Audiencia Nacional el 29 de marzo como perjudicado en el caso Tándem, la causa contra el comisario José Manuel Villarejo, por el robo del teléfono móvil de una persona de su equipo ha insuflado nuevos bríos al conocimiento de la existencia de una trama que, desde el ministerio encabezado por Fernández Díaz, proveía de información falsa sobre los partidos de la oposición, particularmente Podemos, que era filtrada por policías a medios que no hacían ascos a su publicación y le concedían trato preferencial en sus portadas. Jiménez reconoce que escuchó por primera vez el nombre de Villarejo al poco de asumir la dirección del periódico y que dos de los reporteros le contaron que, desde hacía al menos dos décadas, era “una de las principales fuentes de El Mundo y facilitador de la mayor parte de nuestras exclusivas”. 
El director, publicado por Libros del K.O., tiene pinta de convertirse en el fenómeno editorial de la temporada. El adelanto lanzado por El Confidencial y el enganchón entre la periodista Ana Pastor y Pablo Iglesias en el programa El Objetivo a cuenta de unas presuntas amenazas del partido morado a la prensa que supuestamente aparecen en sus páginas —ni rastro de ellas, una vez leído— han generado ese salivar ante la aparición de un título prometedor que hará ruido y que podría acarrear a la editorial una odisea como la que sufrió el año pasado con el secuestro judicial de Fariña, el libro de Nacho Carretero sobre el narcotráfico en Galicia. 
Porque lo que cuenta es tremendo y afecta a terminales muy sensibles. Nada novedoso, a qué negarlo, para quien haya trabajado algún tiempo en la redacción de cualquiera de las principales cabeceras de prensa pero sí muy impactante para el resto, que en sus páginas puede confirmar intuiciones nunca hasta ahora presentadas en público como certezas por alguien que ha ostentado la mayor responsabilidad en una de las grandes fábricas de realidad —de sus marcos, de lo que se puede o no hablar y desde donde— en este país.
Lo que relata Jiménez resulta obsceno, por impúdico y por ser lo que permanece alejado del proscenio, oculto a la vista del espectador: la injerencia descarada y sin filtro de grandes empresarios y políticos en el trabajo cotidiano de un director de periódico. 
Las líneas editoriales y la información publicada como resultado de un intercambio de favores en las alturas y también de un juego de la silla en el que —ay— siempre gana el más poderoso. Quien paga manda, y quien manda quiere mandar más. 
 Por descontado, la denuncia de lo que Jiménez coloca ahora en el escaparate lleva muchos años constituyendo la razón de ser para proyectos comunicativos como El Salto, diametralmente opuestos a esos modos de hacer y por ello condenados a la invisibilidad, la irrelevancia y la subsistencia sin más red que las personas suscritas. Pero esa es otra historia. O la misma, en verdad, aunque contada desde un lugar bien diferente.
A finales de abril de 2015, tras más de quince años como corresponsal en Asia y otro posterior becado por la Universidad de Harvard, Jiménez aterrizó en la dirección de un periódico herido por varios expedientes de regulación de empleo, con las ventas cayendo en picado y sin la influencia política de la que había presumido bajo la mano de su fundador, Pedro J. Ramírez, fulminado en enero de 2014 por Antonio Fernández-Galiano, presidente de Unidad Editorial, grupo empresarial propietario de El Mundo cuya matriz es el conglomerado italiano RCS MediaGroup. Un cese que Ramírez achacó a las presiones del Gobierno de Rajoy por la publicación en el diario de las informaciones relativas a los papeles de Bárcenas.
En el hotel Marriott East Side de Nueva York, Fernández-Galiano propuso a Jiménez ser el nuevo director, sustituyendo a Casimiro García Abadillo, quien había sucedido a Ramírez apenas un año antes. Una oferta acompañada de la promesa del apoyo, los medios y el tiempo que la empresa le brindaría para remozar El Mundo
Aceptó, se convirtió en el “más improbable de los directores de periódicos” y pronto barruntó que lo que le aguardaba desde La Segunda, como llama en el libro a la planta directiva de Unidad Editorial, eran recortes presupuestarios, chantajes y abrazos más falsos que los informes elaborados por la policía política.
Jiménez reconoce que no era la persona más idónea para el cargo —“nunca había gestionado un equipo y no tenía el número de teléfono de ningún político o empresario del país”— y no disimula su desdén por los despachos, incluido el de dirección de El Mundo, que describe como “uno de los mayores centros de influencia del país, cortejado por reyes y jueces, ministros y celebridades, escritores y cantantes, caciques y conseguidores”. 
Pero en pocos meses se vio compartiendo mesa y mantel en comidas privadas, de tú a tú, con Mariano Rajoy, Florentino Pérez y Felipe VI. Una de las primeras personas en felicitarle por el nombramiento, apenas instalado en el despacho, fue Esther Koplowitz, presidenta de Fomento de Construcciones y Contratas (FCC). La felicitación iba acompañada de una solicitud de reunión. 
Lo más valioso de El director es que explicita la existencia de una serie de pactos tácitos, no escritos, entre los grupos de comunicación y las grandes empresas por los que ambas partes ganan y el lector pierde. Una suerte de fondo de reptiles de carácter privado. 
A cambio de una vía de financiación extra que pudiera ser el flotador al que agarrarse para cuadrar el balance de cuentas anual, las grandes corporaciones se garantizan el silencio de los medios sobre sus malas prácticas, sus desmanes o aquellas cuestiones que pueden empañar la imagen de sus cargos directivos.
Es un sistema que Jiménez denomina Los Acuerdos por el que Telefónica, el Banco Santander o El Corte Inglés, por ejemplo, devengan cuantiosos intereses en forma de coberturas amables como contrapartida por inyectar liquidez a las empresas informativas. 
Va más allá de los contratos publicitarios puesto que asegura que, en ocasiones, estas cadenas de favores se establecen con empresas que no compran anuncios en los medios. Jiménez ofrece como muestra una reunión con Francisco González, entonces presidente del BBVA, en la que el alto emisario de Unidad Editorial al que acompañaba lloró sobre el hombro del banquero por la dificultad que estaba afrontando el grupo para cerrar el presupuesto. 
González dijo que lo arreglaría, sin más. Jiménez asegura que el banco, al igual que otras compañías que cotizan en el Ibex 35, dispone de una partida dedicada a “comprar favores periodísticos, ayudar a crear diarios de periodistas afines y premiar a los líderes mediáticos que ayudan a mejorar la imagen de su presidente”.
El episodio de mayor presión que enfrentó Jiménez sucedió por la publicación de una información relativa a la participación de César Alierta, en ese tiempo aún presidente de Telefónica, en un hotel en Berlín que la justicia sospechaba había sido utilizado por Rodrigo Rato para el blanqueo y evasión de capitales. 
Desde La Segunda se hizo todo lo posible para que la noticia no se publicara —desde recurrir al chantaje al director (“hay decisiones que cuestan puestos de trabajo”, le dijeron mirando a la redacción) a llamar a la imprenta a sus espaldas para ordenar que pararan máquinas—, sin conseguirlo.
Jiménez también entona un sonoro mea culpa por lo que El Mundo hizo con Victoria Rosell, jueza que se presentaba en la lista de Podemos a las elecciones generales de diciembre de 2015 que sonaba como titular de la cartera de Justicia si el partido accedía al poder. 
Antes de los comicios, el periódico dedicó varias portadas a las supuestas irregularidades cometidas por Rosell denunciadas por el ministro de Industria José Manuel Soria, quien unos meses después dimitiría tras no dar explicaciones convincentes sobre su participación en empresas familiares que aparecían en los papeles de Panamá
Las publicaciones de El Mundo se basaban en las actuaciones del juez Salvador Alba e ignoraban las llamadas de la jueza en las que explicaba que era víctima de un complot para arruinar su carrera política. Al final del proceso, la querella contra Rosell quedó archivada y Alba fue procesado por cinco delitos, entre ellos el de prevaricación judicial.
La trayectoria de Jiménez como director de El Mundo concluyó con una demanda contra la empresa por despido improcedente, acogiéndose además a la cláusula de conciencia para los profesionales de la información garantizada constitucionalmente y desarrollada en la Ley Orgánica 2/1997, de 19 de junio. 
Antes de la celebración del juicio, Unidad Editorial y el periodista pactaron un acuerdo de indemnización que incluía una cláusula de confidencialidad que obliga a Jiménez a guardar silencio pero que también recoge su “libertad de expresión constitucionalmente reconocida”. Parece claro que el libro es fruto de esas cinco palabras.
En la redacción de El Mundo no ha sentado bien la publicación de El director. Tanto entre Los Nobles —así se refiere al grupo de periodistas veteranos con mando en plaza— como en redactores rasos hay resquemor. Se entiende que, en el ajuste de cuentas que realiza, Jiménez no ha escatimado munición contra quienes cumplían sus órdenes y también que moldea un relato que le presenta como un mártir enfrentado a una causa perdida de antemano, aunque no se ajuste a lo sucedido. 
“Hay un claro intento de venganza contra Fernández-Galiano y el director actual, pero por el camino se venga de muchos redactores”, considera un cargo intermedio de la redacción, quien también opina que Jiménez vende como algo extraordinario lo que es común a cualquier director de periódico o publicación: las presiones aparejadas a un cargo con esa responsabilidad y sueldo.
Coinciden las fuentes consultadas por El Salto en calificar como extravagante y caótico el año que Jiménez dirigió El Mundo y destacan su desconocimiento de rutinas básicas de una redacción como el horario de las reuniones. ¿Por qué se le eligió como director, entonces? En la Avenida de San Luis existe el convencimiento de que se le nombró porque, por un lado, la empresa creía que podría modernizar el periódico y, por otro, porque Fernández-Galiano le consideraba fácilmente manipulable: una persona sin contactos en los círculos de poder, que le iba a dejar hacer y deshacer a nivel político.
En opinión de un redactor bregado en varias secciones del periódico, el diagnóstico que Jiménez hace en el libro es completamente acertado —los medios grandes son meriendas de poder en las que la información importa poco si no mueve palancas de poder, olvidándose del lector— pero considera que no es la persona adecuada ni siquiera para hacer ese diagnóstico: “Sabía qué era lo que había que arreglar pero no sabía por qué las cosas eran así, porque no lo había conocido. Es como si pones a un frutero a dirigir el periódico. Sabe qué es lo que va a querer leer pero no sabe por qué las cosas son así. De pronto, abre la puerta de la máquina y ve que la máquina funciona así y flipa. Y eso lo transmite el libro”.
Otra voz de la redacción lo resume de manera muy descriptiva: “Fue como poner al frente de Marca a alguien a quien no le gusta el deporte. No era para él”.
Sí se reconoce, sin embargo, la voluntad de Jiménez de impulsar la edición digital del diario y también una visión diferente a la de sus predecesores en el cargo en cuanto al enfoque de los contenidos, como explica otra fuente a El Salto: “La época de Casimiro fue razonable, continuó con lo que hacía Pedro Jota pero menos atado al rollo del poder. 
David aportó la mirada de alguien a quien no le interesa la política, le daba a los temas con interés humano un vuelo que no se les había dado anteriormente. Y eso es importante porque es lo que te moviliza lectores”.
En una semana frenética por la llegada de El director a librerías y por los sarpullidos que está provocando, Jiménez encuentra hueco para atender a El Salto.

¿Crees que hay alguna posibilidad de revertir ese ecosistema formado por grandes directivos de empresas de comunicación y políticos en el que los medios son palancas del poder que describes en el libro?
La relación entre los medios y el poder está contaminada y no será fácil revertirla. Cuando dejas que algo se pudra durante tanto tiempo, en parte gracias a la ley del silencio que los periodistas hemos impuesto sobre nosotros mismos, no basta con la denuncia. Creo que hay buenos periodistas en este país y eso no se nos debe olvidar. Pero los problemas sistémicos del oficio los tendrá que arreglar la siguiente generación de periodistas. Por eso el libro está dedicado a “los futuros periodistas”: mi esperanza es que renueven la profesión y lideren su regeneración. Pero lo van a tener muy difícil porque han sido condenados a la precariedad, con sueldos míseros y condiciones de trabajo inaceptables. Es muy difícil cambiar las cosas desde esa posición de debilidad.

¿Hasta qué punto dirías que es una consecuencia inevitable derivada de que la propiedad de los medios sea de empresas privadas?
Estoy a favor de que existan medios de propiedad privada. La cuestión es en qué manos y con qué independencia. No tiene la misma responsabilidad alguien que produce información que un empresario dedicado a fabricar lavadoras. Si tu lavadora está averiada, la ropa no sale limpia, pero si es el periodismo el que está averiado, entonces hay un impacto negativo en la sociedad.
La salud democrática se resiente, porque uno de los vigilantes del sistema no hace su trabajo. El gran fracaso de la prensa fue convertirse en parte del sistema que debía vigilar. 

¿Pueden ser una solución las cooperativas de propiedad colectiva o la nacionalización de medios?
La nacionalización de medios privados es una medida propia de dictaduras. Deben existir medios públicos independientes del poder político y privados con los principios para cumplir su función. No conozco ningún país donde medios nacionalizados sean independientes. Quizá sí del poder económico, pero pasan a depender del político. 

El diagnóstico que haces es el hecho previamente por medios que han funcionado desde la independencia más absoluta (Liberación de Andrés Sorel, por ejemplo), no solo en su entendimiento teórico sino en su praxis como proyectos de comunicación. ¿Es posible crear y mantener un medio de comunicación que no obedezca a la lógica empresarial?
La independencia de un medio solo es posible si depende de sus lectores. Vuelvo a la lavadora. Es legítimo que uno quiera ganar dinero haciendo periodismo, pero al ser un servicio público, educativo e informativo, ese beneficio no puede estar por encima de la ética que convierte el periodismo en un servicio para la gente. Si quieres ganar dinero, sin tener que hacerte esas preguntas morales ni enfrentarse a la posibilidad de tener que ganar menos a costa de contar la verdad, entonces dedícate a otra cosa.

Quizá lo más importante del libro es que haces explícita la existencia de lo que denominas Los Acuerdos. ¿A qué obligan Los Acuerdos?
Son los pactos con los que el Ibex riega de dinero a los medios tradicionales, ofreciendo en publicidad y patrocinios más dinero del que les corresponde por audiencia. Pero esas empresas no son ONG, a cambio de esos favores esperan un trato amable y protección para sus directivos.

Y en sentido contrario, ¿a qué condenan a los medios que no quieren pasar por ahí?
Si no participas, tus posibilidades de subsistir son escasas. Sin apenas modelos de suscripción, la prensa depende de una publicidad institucional y privada que se utiliza para premiar a los amigos y ahogar a los incómodos. Digamos que el terreno de juego está viciado en favor de quienes aceptan ese trato no escrito por el que determinadas empresas, instituciones o Gobiernos, a nivel local, regional o estatal, utilizan sus recursos para condicionar los contenidos. El poder olió la debilidad de los medios tras la crisis y lo aprovechó. 

¿Un año de director es tiempo suficiente para conocer en profundidad ese entramado y contarlo en un libro?
Trabajé 20 años para El Mundo, aunque solo uno como director. A veces se olvida. Pero sí: un año en esa posición es suficiente para entender cómo funciona el sistema, cuáles son sus vicios y cómo de difícil es romper las ataduras con el poder económico y político. Y te sobran seis meses. 

Hay quien puede pensar que algunas de las cosas que cuentas en el libro las conoce cualquiera que haya trabajado tres meses en un periódico grande. ¿Crees que lo que cuentas es extraordinario o lo que lo hace extraordinario es que lo cuente una persona que dirigió El Mundo?
Un amigo periodista me decía el otro día que la crítica más insostenible es la de quienes dicen: “Mira este qué pardillo, sorprendido de que haya presiones”. Prueba hasta qué punto hemos normalizado lo que no es normal. Todos los gobiernos presionan y tratan de influir. Las empresas quieren buenas coberturas.
Pero aquí hablamos de periodistas despedidos por órdenes que llegan desde despachos, el dinero de todos utilizado para castigar a los independientes, medios digitales que chantajean a empresas para que paguen dinero a cambio de no hablar mal de ellas, informadores al servicio de las Cloacas del Estado... Nada de eso es normal y no ocurre en la mayoría de las democracias. 

¿Por qué crees que te eligieron como director si, como reconoces, tu perfil profesional no era el más adecuado para ese cargo?
Yo sí creo que tenía el perfil adecuado, si el cargo de director de periódico fuera por méritos periodísticos. Había sido corresponsal muchos años, reportero de guerra y jefe de nuestra delegación en Asia. Había trabajado un año en transformación digital en Harvard. Había publicado varios libros, alguno con éxito internacional. En otro ambiente periodístico, donde se midieran los méritos profesionales, no parecía un mal CV.
El problema es que de los directores de la prensa tradicional se espera que sean algo más: “ministroperiodistas”, lo llamo en El director. Es casi un cargo político e institucional. ¿Por qué yo? Supongo que pensaron que sería manejable, porque venía sin contactos en España —no tenía el teléfono de un solo político o empresario del país— y porque pensaron que los privilegios del cargo serían lo suficientemente atractivos como para que aceptara compromisos morales. Se equivocaron. 

Hay una cuestión importante relativa a la clase social que es cuando desvelas una conversación en la que le dices a El Cardenal [así llama a un alto directivo de Unidad Editorial] que quien lee El Mundo no es la élite que dirige la empresa y que, por tanto, no se debe hacer un periódico para satisfacer a esa élite. ¿Cómo se puede enfrentar esa disonancia y hacer un medio de comunicación que sirva a los intereses del público, de la mayoría social que no pertenece a los privilegiados que poseen los medios de producción, y al tiempo satisfacer las exigencias de esos accionistas e inversores?
Uno de los problemas de la prensa tradicional en España es que se ha escrito para otros periodistas, políticos y empresarios de un círculo que no es representativo de la sociedad. En el pasaje que mencionas trato de hacer entender eso a un directivo que critica el contenido, como si el diario le tuviera que gustar solo a él. Cuando uno lee The New York Times, no siente que esté defendiendo los privilegios de una minoría o la élite, a pesar de ser una empresa que aspira a ser rentable y ganar dinero. No creo que sean incompatibles.
A mí me gustan mucho los medios non profit estadounidenses, como ProPublica, que no tienen como objetivo ganar dinero, se financian con donaciones e invierten todo su dinero en periodismo. Creo que habría que replicarlos en España. Pero esos proyectos pueden convivir con medios públicos independientes y privados que tengan como principio el rigor y la búsqueda de la verdad. 

Tras leer el libro, queda flotando un reproche obvio que se te puede hacer: ¿por qué no cambiaste algunas de las cosas que ahora haces públicas?
Cuando llegué me prometieron tiempo, medios y apoyo de la empresa. Recibí un despido improcedente en un año, recortes durante los meses que estuve en el cargo y presiones que atentaban contra la independencia del diario. Por supuesto, cometí errores y en el libro quedan reflejados.
Me habría gustado poner en marcha el proyecto que presenté a la empresa, pero no lo permitieron. Nunca sabremos qué habría pasado si hubieran dado una oportunidad a lo que quería hacer. Sigo pensando que en El Mundo hay grandes periodistas y pésimos directivos. El día que los segundos desaparezcan de la escena, ese talento servirá para cambiar muchas cosas. Pienso que a mí no me dejaron, pero igualmente legítimo es creer que no pude o no supe hacerlo. 

En el libro asumes tu error en las publicaciones de El Mundo referentes a Victoria Rosell, que quemaron la posibilidad de su entrada en política. ¿No debería haber también la asunción de responsabilidad por parte del medio?
Durante mi etapa, El Mundo publicó una serie de decisiones judiciales del juez Salvador Alba que acusaban a Rosell de graves irregularidades. Ese juez está hoy procesado y todo indica que participó en una conspiración contra la magistrada. Yo opté por creer al juez y considero que no hice las preguntas suficientes, ni atendí como debía a los argumentos de Rosell cuando me advirtió de que se trataba de una conspiración. Es una autocrítica personal, yo era el director y responsable del contenido del diario. Mía es la responsabilidad de lo que se publicó, no de quienes hoy están al frente del periódico.
No fue el único error y cometí otros que afectaron a personas de otros partidos. La corrupción del PP ocupó más de 60 portadas y ellos pensaban que era una campaña contra el Gobierno. El periódico publicaba en mi etapa medio millar de noticias diarias entre web y papel. Hicimos un buen trabajo en muchas ocasiones y seguro que pudimos hacerlo mejor en otras. 

¿Por qué los medios grandes quedan impunes cuando se demuestran errores de ese calibre? Si El Salto, por ejemplo, publicase algo de esa naturaleza, la demanda que nos caería obligaría a cerrar, seguramente. No te digo ya cosas como toda la línea que llevó El Mundo en relación al 11M.
No es verdad que los medios grandes queden impunes. Los diarios nacionales reciben constantes demandas. La mayoría son archivadas porque no se sostienen. Y las que sí terminan en condenas. No hay ningún gran diario que no haya recibido sentencias desfavorables por informaciones erróneas.
Para mí, lo realmente importante es diferenciar entre el error y la manipulación. No es lo mismo equivocarte en la búsqueda de la verdad que buscar deliberadamente la mentira. Lo segundo, desgraciadamente, se impone en un sector de la prensa. 

En los últimos 30 años, en democracia, hay dos casos paradigmáticos de persecución de medios por parte del poder en España, los de Egin y Egunkaria, con cierres judiciales bajo acusaciones gravísimas que, años después, quedaron en nada tras el proceso judicial. Sobre el cierre de Egin, el entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, llegó a alardear de su “atrevimiento”, atribuyéndose una decisión que aparentemente había sido judicial. ¿Cómo se puede reparar el daño a la libertad de información que causan esos atrevimientos?
No conozco los detalles de esos dos casos, porque se produjeron cuando estaba de corresponsal en el Extremo Oriente. Yo jamás defendería el cierre de un medio de comunicación por parte de un Gobierno, incluso estando en total desacuerdo con sus líneas editoriales. En todo caso, si una información atenta contra leyes o derechos, debe ser la justicia la que decida sobre sus autores y su medio, de acuerdo con la ley. 

¿Temes la reacción de la empresa?
Hay dos reacciones previsibles. Una, que me demanden si consideran que tienen algún motivo. Es su derecho. Creo que la editorial les mandaría una nota de agradecimiento y el libro encontraría más lectores todavía. Por mi parte, pondría toda mi determinación en defender mi libertad de expresión, con la seguridad de que ganaría.
La otra opción es una campaña de destrucción de mi reputación. No escribes un libro como este y recibes ramos de flores. Ha enfadado a gente poderosa y poco acostumbrada a encajar. Pero creo que todo será fútil: el libro ya no está en sus manos o en las mías. Cada lector decidirá por sí mismo si lo que se dice en El director es cierto o no. Puedes engañar a un lector en una página, quizá en un capítulo, pero no en 300 páginas. Que decidan ellos sobre la autenticidad de mi relato. 



Entrevista completa a David Jiménez en www.eldiario.es

Comprar un periodista no es posible, pero del alquiler podemos hablar


MADRID.- Los periodistas ni siquiera podíamos acogernos a la excusa de la necesidad: todo había empezado cuando la prensa vivía en la abundancia y los regalos de empresa colapsaban cada Navidad los servicios de mensajería de las redacciones. 

 Jamones, cajas de vino, puros Montecristo, tarjetas regalo de El Corte Inglés y cestas con caviar incluido se acumulaban junto a las mesas de los redactores jefe y en los despachos del 'staff'. Entre las anécdotas legendarias del oficio, uno de los grandes veteranos contaba el día que una conocida marca de electrodomésticos obsequió con un televisor a cada uno de los asistentes a una rueda de prensa. Al final del reparto sobraba uno, así que un compañero preguntó si podía llevárselo también.

Y se marchó con dos televisores.

Las comidas gratis en los mejores restaurantes, los coches prestados indefinidamente y los créditos a intereses inimaginables para el resto de los mortales estaban a la orden del día. Un exconsejero del Banco Popular me contó que la política de la empresa era «tener contentos a los periodistas de Economía» con hipotecas por debajo del mercado, para asegurarse una cobertura amable. El banco terminó yéndose a pique tras haber mantenido durante décadas la imagen de ser el mejor gestionado del país.

Era un sistema en el que los jefes se llevaban la mejor parte del botín, pero donde siempre había algo para la infantería.

—¡Viaje por la jeta a Tanzania! —gritaba alguien en mitad de la redacción—. ¿Quién lo quiere?

—¡Comida en el Ritz!

—¡Rueda de prensa de una marca de relojes: igual cae uno!

Llegó un momento en que el diario tuvo que recordar a los redactores que aquellos viajes contaban como vacaciones y no como coberturas, por mucho que al volver se escribiera una crónica al dictado de la oficina de turismo.

Aunque la crisis había terminado con la barra libre, la fiesta continuaba para la aristocracia del oficio. Los periodistas estábamos tan convencidos de nuestra excepcionalidad, de formar parte de una casta privilegiada que merecía un trato preferencial, que una de las reporteras más célebres del país, que en su día había trabajado en 'El Mundo', llamó en una ocasión a la Comunidad de Madrid para pedir que enviaran a los bomberos a su casa porque se había dejado las llaves dentro. Cuando le sugirieron que avisara al cerrajero, se sorprendió como solo podía hacerlo alguien que perteneciera a un gremio que había perdido todo contacto con la realidad:

—Eso me costaría una pasta.

Todo aquel mundo de ventajas había empezado antes de mi marcha como corresponsal a Asia, pero durante mi ausencia se había desmadrado. Los sobresueldos para informadores estaban ahora a la orden del día, pagados por agencias de comunicación, clubes de fútbol, partidos políticos y grandes empresas como Telefónica, que durante la presidencia de César Alierta llegó a tener subvencionados a 80 de los más conocidos informadores del país. (…) Comprarse un periodista no era posible en España, pero como dice el dicho afgano sobre la corrupción: del alquiler se podía hablar. (…)

En mitad de la precariedad, y con miles de despidos en las redacciones, una tertulia podía bastar para ganarse a un periodista. Moncloa forzaba el despido de periodistas incómodos, utilizaba la publicidad institucional para castigar a los desobedientes y controlaba las tertulias políticas en radios y televisión, que se habían convertido en el principal centro de debate del país y tenían grandes audiencias.

El control del Gobierno de Mariano Rajoy había llegado a tal punto que sus dos principales facciones, lideradas por la vicepresidenta Santamaría y la secretaria del partido, María Dolores Cospedal, batallaban por colocar en las tertulias al mayor número de afines para atacarse mutuamente, prueba de que en política el fuego más letal es siempre amigo. 

Era una guerra donde se humillaba al tertuliano enviándole mensajes con las consignas a repetir, se exigían lealtades ciegas y se destruían o promocionaban carreras a capricho, incluidas las de algunos de Los Inspirados, la nueva generación de columnistas que se abría paso imitando a sus mayores.

Una de las encargadas de mantener el reparto mediático entre las familias del poder era la secretaria de Estado de comunicación Martínez Castro, conocida como el bulldog de Moncloa por las broncas que echaba a directores de medios y periodistas. Sus mensajes eran legendarios en el oficio y no tardé en recibir el primero de ellos quejándose por una viñeta en la que nuestros humoristas gráficos, Gallego & Rey, bromeaban sobre la vinculación del presidente Rajoy con la corrupción del partido.

—Que sentido de actualidad —decía la secretaria de Estado de Comunicación en un texto al que le faltaban tildes—, que alusión a algo noticioso, que golpe de humor tiene esta viñeta? Yo solo veo ganas de denigrar al presidente, sin la menor justificación ni en su conducta ni en la actualidad.

Cuando comenté el mensaje con el 'staff' me dijeron que les parecía suave. Lo normal era que Castro incluyera insultos, pero no debía tener aún suficiente confianza conmigo y me trataba con "cariño". Hacía 18 años que no ejercía el periodismo en mi país, pero habían bastado unos días para entender que algo fundamental había cambiado en mi ausencia. El poder había dejado de temer a la prensa y ahora era la prensa la que temía al poder. (…)

Algunos capos del periodismo capeaban la crisis aparcando las sutilezas para abrazar directamente lo que en las redacciones se conocía como el periodismo de trabuco. El sistema sostenía a nuevos diarios digitales que operaban haciendo a empresas e instituciones públicas ofertas que no podían rechazar: o ingresaban una determinada cantidad de dinero en publicidad o serían golpeados con informaciones comprometedoras, a menudo inventadas.

La primera vez que supe de la existencia del periodismo de trabuco fue a través de dos directivos de un gran banco, que se me quejaron amargamente de tener que pagar mordidas publicitarias. Cuando sugerí que denunciaran la situación, o incluso que me aportaran las pruebas para que lo publicáramos en 'El Mundo', me miraron sorprendidos:

—Todo el mundo paga —dijo uno de ellos.

—¿Todo el mundo?

—Piensa que para una gran empresa no es dinero, unos pocos miles de euros. Pero las consecuencias de no hacerlo pueden ser graves si propagan un rumor que dañe la imagen de la empresa o de su presidente. (…).

Los Acuerdos, como se conocían los pactos negociados por la prensa tradicional con las grandes empresas al margen de las cifras de audiencia o el impacto publicitario, nos habían salvado de la ruina durante la Gran Recesión. Era un sistema de favores por el que, a cambio de recibir más dinero del que les correspondía, los diarios ofrecían coberturas amables, lavados de imagen de presidentes de grandes empresas y olvidos a la hora de recoger noticias negativas.

El grado de sumisión dependía, en el caso de la prensa escrita, de la beligerancia de la empresa y de la capacidad de resistencia del director de turno. Ahora que me encontraba en el otro lado de la barrera, me preguntaba si mantendría mi decoro periodístico con la misma determinación que cuando era un simple reportero sin responsabilidad en la marcha del periódico. El diario vivía la situación financiera más delicada de su historia y no podía permitirse perder las campañas de sus principales anunciantes.

Al principio opté por mantener una distancia con los grandes capos del dinero que me ahorrara dilemas morales. No se trataba de eludir el contacto, sino de evitar que esas relaciones tuvieran una cercanía que comprometiera nuestra cobertura del Ibex. La línea no era nítida, pero parecía evidente que ir a las bodas de las hijas de sus directivos, tomar el sol en la cubierta de sus yates o dejar que te pagaran viajes de lujo suponía cruzarla.

Con el tiempo acepté encuentros con varios presidentes de grandes multinacionales, tras asumir que no podía escapar del papel institucional que se esperaba de mí. No tardé en darme cuenta de que no servía. Una de mis primeras citas con el poder económico fue un desayuno con el presidente de una multinacional energética, que hizo una encendida defensa de la independencia del periodismo, asegurando que 'El Mundo' era un periódico necesario que políticos y empresarios querían acallar. Pero no él, según me dijo.

—Vaya —pensé—. He aquí un tipo con el que quizá podría llevarme bien.

La reunión tocaba a su fin y mi anfitrión concretó sus halagos en mí, asegurando que mi proyecto era importante y que quería ayudarme.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti?

Me quedé en silencio, sin saber si debía pedir que redujera la factura de la luz de San Luis, un millón de euros adicionales en publicidad o información confidencial sobre los expolíticos —incluidos los expresidentes Felipe González y José María Aznar— que habían cobrado de los consejos de administración de empresas energéticas sobre las que habían legislado.

—Hmmm… Nada, gracias —dije tras un largo silencio.

Mi anfitrión insistió:

—Sé que lo estáis pasando mal y creo que debemos apoyar a un director joven y moderno como tú, sobre todo ahora que arranca tu proyecto. ¿Seguro que no hay nada que pueda hacer por ti? ¿Algo fuera de Los Acuerdos?

Volví a declinar la oferta y durante el viaje de regreso me pregunté si no había hecho el gilipollas. Podía haber sacado algo y, si más adelante me pedía un favor, recordar su encendida defensa del periodismo independiente.

Empecé a padecer el incordio de las llamadas de la élite económica del país, porque una vez te conocían podías estar seguro de que llamarían. Sus peticiones me parecieron bastante inocentes al principio. Borja Prado, el presidente de Endesa, de quien me habían advertido que era clave en mi supervivencia porque era «el hombre de los italianos en España», llamaba para pedir ser incluido en 'Vox Populi', la sección de las páginas de Opinión en la que sacábamos una foto tamaño carnet de personajes del día, con una flecha para arriba o abajo y un comentario elogioso o crítico sobre algo que hubieran hecho.

Me costaba entender que alguien que ganaba una fortuna y dirigía una multinacional con miles de empleados le diera importancia a aquel pedacito de periódico, pero ni era mi trabajo resolver los misterios insondables del ego humano ni me causaba mayores problemas satisfacerlo: dos centímetros del diario difícilmente me comprometían a nada. 

Pablo Isla, presidente del imperio Inditex y Zara, pidió en una ocasión si podíamos llevar más discretamente una noticia sobre su hijo Santi, que tenía una banda de rock y el humor de haber llamado a su anterior grupo Sin Blanca. «Por preservar la intimidad de la familia». 

Me pareció bien, porque la información había estado toda la mañana en la portada de la web y no era relevante. Otros presidentes se limitaban a enviar un mensaje los días que tenían Junta de Accionistas, pidiendo que por favor recogiéremos la noticia de sus resultados. Sabía que tarde o temprano tendría que lidiar con peticiones más comprometedoras y batallas más importantes.

La mayor de ellas no tardó en llegar.
El más poderoso entre los presidentes del Ibex era César Alierta. Había construido un formidable entramado de poder e influencia utilizando Telefónica, una de las grandes empresas del país, como su cortijo personal. Se podía caminar por los pasillos de las plantas nobles de su sede y ver en las puertas de los despachos los carteles con los nombres de sus colocados: exministros tanto del PP como del PSOE (Trinidad Jiménez o Eduardo Zaplana), familiares de dirigentes políticos (Iván Rosa Vallejo, marido de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría), cercanos a la realeza como el ex jefe de la Casa Real Fernando Almansa e incluso la realeza directamente. El cuñado del Rey, Iñaki Urdangarin, fue enviado por Alierta a Washington con un generoso sueldo en cuanto empezó a tener problemas con la justicia.

Tener una larga lista de empleados vip no solo engrasaba los contactos del presidente de la corporación con el poder, sino que enviaba a futuros candidatos la señal de que también a ellos podía esperarles un despacho con sueldo de seis cifras — siete, incluso— si se portaban bien. Alierta había organizado, además, una asociación de grandes empresarios que, bajo el inofensivo nombre de Consejo Empresarial de la Competitividad, había sido concebida en 2011 como un poder fáctico en la sombra. 

Entre sus impulsores estaban, aparte del presidente de Telefónica, el entonces presidente del Banco Santander, Emilio Botín; el hombre fuerte de La Caixa, Isidro Fainé; el presidente de Iberdrola, Ignacio Sánchez Galán, o el del BBVA, Francisco González.
El Ibex era un enemigo que no querías tener. Yo estaba a punto de sumarlo a una lista que empezaba a ser demasiado larga...


* Extracto del libro 'El director' (Libros del KO) realizado por El Confidencial

Llegó la hora de hablar de las miserias del periodismo / Francisco Romero *


No es habitual que un periodista reconozca sus errores. Y mucho menos que describa y ponga sobre la mesa las miserias de una profesión que, es la mejor del mundo —Gabo
dixit—, pero que a su vez puede ser de las más ingratas. No hace falta dirigir un gran periódico para darse cuenta de eso.

Basta con unos pocos días en la redacción de cualquier medio de comunicación, después de salir de la carrera, para que se caiga la venda de la idealización que rodea al periodismo que se estudia. Pero David Jiménez se resistió a tirar la venda —o la toalla— y quiso portar la bandera del periodismo independiente y valiente del que se habla en las facultades durante su breve etapa como director de El Mundo. Seguramente por eso fue tan breve.

O al menos eso cuenta en El director (Libros del KO, 2019), donde promete desvelar los “secretos e intrigas” del periodismo y que sorprenderá a quien no haya trabajado nunca como tal, pero muy poco a los que sí. Evidentemente no es esa su intención, sino la de denunciar la relación entre lo que llama el triunvirato del poder, las fuerzas políticas, económicas y mediáticas, que se cubren unas a otras para preservar un sistema que les favorece. 

Una vez fuera del circo mediático español se atreve a desvelar las presiones que recibió —de dentro y fuera del periódico—, cómo vivió el ERE que El Mundo ejecutó en su plantilla en 2016 —y en otras publicaciones del grupo— y hasta desvela una fuente “histórica” del periódico: el comisario Villarejo —¡sorpresa!—.

La lectura del libro de Jiménez engancha desde la primera página, al menos a quien tiene relación con el periodismo, y quizás se pierde en la descripción de detalles morbosos de la redacción con “chismorreos” —como lo han descrito algunos de sus excompañeros—, eso sí, sin dar nombres, y utilizando seudónimos, pero basta con investigar un poco para adivinar a quiénes se refieren. La Digna, El Dos, Starsky y Hutch, El Reportero, El Callado, El Viti, El Artista, Malaúva o Rasputín son algunos de los personajes involuntarios de El director, donde se reconocen muchos de los males del periodismo actual en una redacción que es la de El Mundo, pero que podría ser cualquier otra de este país, y la experiencia no distaría mucho de la narrada por Jiménez. 

“A los periodistas nos gustaba contar una buena historia, pero no la nuestra”, dice, pero él lo ha hecho, aún a riesgo de ser declarado enemigo público número 1 de muchos a los que no les vienen nada bien las revelaciones que hace. 

Por eso es necesario El director, porque aunque abunde en la narración de cotilleos, pone al periodismo frente al espejo en un momento crucial para el oficio, cuando ha perdido gran parte de su credibilidad por el camino, mientras se han enriquecido gerifaltes en épocas de bonanza, recibiendo favores como entradas para un concierto privado de Sting, pero también la “tropa de a pie”, que se llevaba televisores por asistir a ruedas de prensa. Se han dado casos.

Pero esos tiempos hace mucho que pasaron. La caída de las ventas —en el caso de los periódicos en papel, como El Mundo, en mínimos históricos— y la imposibilidad de encontrar ingresos que no vengan de las grandes empresas del IBEX o de la publicidad institucional que concede a discreción el Gobierno de turno, hace más frágiles a los periódicos frente a las presiones: un acuerdo que no se firma puede significar un mes con dificultad para poder pagar las nóminas de los empleados. 

Moverse en esa fina línea entre independencia y sostenibilidad ha sido un calvario para David Jiménez, nada acostumbrado a lidiar con estas situaciones, después de estar casi dos décadas como corresponsal en Asia. 

Pero dirigir un equipo humano de 300 personas y querer hacer periodismo independiente en un diario con una situación económica delicada, es otra cosa. Y más con un superior, El Cardenal, que poco o nada entiende de periodismo —ni lo pretende— y que solo quiere preservar el puesto a costa de agradar a las élites políticas, económicas y monárquicas de las que es amigo.

“La redacción de un periódico puede ser el Serengeti en temporada de escasez de alimentos. En otros oficios existe rivalidad: en este oficio es depredación y supervivencia”, escribe Jiménez, que hace un retrato acertado de esa España que no acepta —porque no le conviene— que los tiempos cambian y que sigue estancada en el pasado. 

En la misma redacción encuentra muchos ejemplos, como el jefecillo que le espetó en una ocasión “qué ganas tengo de que pase la puta moda de internet”, mostrando una ceguera impropia de quien ostenta cierto poder en uno de los periódicos más influyentes del país.

 O al menos lo era antes de que se quedara atrás cuando la revolución digital le pasó por el lado sin que hiciera nada por seguirle el ritmo, fiándolo todo al papel. Como tantos otros periódicos.

El propio Jiménez, después de muchos años sin pisar una redacción, reconoce su incapacidad para dirigir el periódico —cuenta que cuando lo despidieron es cuando estaba más preparado— al hablar de él mismo como un “impostor” o como “el reportero que se hacía pasar por el director”. 

En su mochila se llevó 366 portadas y el dudoso honor de dirigir el diario el primer día que no salió a la calle en sus primeros 27 años de historia, por la huelga de una plantilla que veía sobrevolar sobre sus cabezas el enésimo ERE, éste especialmente agresivo.

La corresponsalía es, para Jiménez, “el mejor refugio de un periodista” frente al “cementerio de reporteros que podía ser una redacción”. La de El Mundo se está convirtiendo los últimos años también en un cementerio de directores —cayeron cuatro en apenas cuatro años—. 

El primero y más longevo, Pedro J. Ramírez, es descrito como un director con “doble personalidad”, que “mezclaba el coraje de Ben Bradley en su empeño de seguir con el Watergate hasta el final y la flaqueza ética de Walter Burns, el director de Primera Plana dispuesto a todo por la noticia”. 

La cobertura del 11-M es el mejor ejemplo: “Jota creyó la versión del Gobierno, y cuando la realidad nos mostró que no era así, en lugar de rectificar nos embarcamos en una huida hacia delante que nos llevó a publicar durante años supuestas investigaciones para reafirmar nuestra teoría de una gran conspiración”, relata Jiménez. Para que haya quién se pregunte por qué la credibilidad del periodismo español está bajo mínimos. Cada uno que reflexione sobre su parte de responsabilidad.

La naturalidad con la que un político presiona a un medio de comunicación entristece a una democracia que tiene 40 años, pero que aún no parece madura. Como la vez que el exministro Jorge Fernández Díaz le espetó que “no son tiempos para la neutralidad” cuando, en vísperas de elecciones, El Mundo disponía de información que podía dañar al Gobierno de Rajoy. 

El fontanero jefe de las Cloacas del Estado, como lo define Jiménez, dirigió desde Interior una operación para derrotar a rivales políticos. Hasta se reunió con Rodrigo Rato, cuando ya estaba imputado por el caso Bankia, en su despacho del ministerio, y se mosqueó con El Mundo por desvelarlo… ¡y por hacerlo comparecer en sede parlamentaria durante sus vacaciones! ¿A quién se le ocurre hacer periodismo en verano? 

Fernández Díaz le devolvió el golpe prometiéndole una exclusiva que finalmente filtró a ABC, queriendo dar así una lección al novato director y mostrando la forma de actuar del poder, que perpetra venganzas y puñaladas día sí y día también.

Tampoco sentó nada bien a César Alierta, presidente de Telefónica, que El Mundo destapara que era socio, junto a Rodrigo Rato, en el hotel de Berlín que el exministro utilizó para blanquear dinero. 

 Antonio Fernández Galiano —he aquí El Cardenal—, presidente de Unidad Editorial, hasta mandó parar la rotativa para intentar evitar que la noticia saliera en portada… El dinero, una vez más, por delante de todo. La noticia salió y la etapa de Jiménez como director inició su cuenta atrás hacia el final esperado. 

A su homólogo en Marca, Óscar Campillo, le pasó lo mismo por petición de Florentino Pérez, que cortó las relaciones comerciales con el periódico hasta que no fuera reemplazado. Deseo concedido. De éste último caso saca una conclusión: “La suerte de un director de periódico depende en España de todo menos de lo bien o mal que haga su trabajo”.

“Mientras los herederos de la Transición convertían el país en una inmensa agencia de colocación de afines y los partidos que debían defender el Estado de Derecho se aprovechaban de él, los medios elegimos el bando equivocado”, critica el exdirector de El Mundo

Hasta llega a contar que Bárcenas le relató cómo un importante locutor de radio recibió “30 millones de pesetas en un maletín” poco antes de las elecciones generales de 1996 o cómo desde el Gobierno quitaban y ponían tertulianos afines en las televisiones, con cuidadas instrucciones sobre los temas que podían tratar y cuales no.

El final del libro, donde Jiménez cuenta por qué demandó a El Mundo y fue el primer director de periódico que se acogió a la cláusula de conciencia de la Constitución deja la sensación de que todavía guarda algo de rencor —por frases como “si hacer a un reportero director de periódico fue un error, despedirle sin motivo lo fue aún más”—, a unos directivos que no tardaron en pedir su cabeza y que no le dejaron hacer el periodismo en el que cree. 

Pero eso no le quita interés y valor a un relato que debe servir para abrir un debate en el sector sobre las cuestionables relaciones que mantiene con según qué poderes y sus vicios adquiridos.


 (*) Periodista