REYKJAVIK.-  Se busca. Hombre, 48 años, 1,80 metros, 114 kilos. Calvo, ojos azules.   La Interpol acompaña esa descripción de una foto en la que aparece un   tipo bien afeitado embutido en uno de esos trajes oscuros de 2.000 euros   y tocado con un impecable nudo de corbata. Se ve a la legua que se   trata de un banquero: este no es uno de esos carteles del salvaje Oeste.   La delincuencia ha cambiado mucho con la globalización financiera. Y   sin embargo, esta historia tiene ribetes de western de Sam  Peckinpah ambientado en el Ártico. 
Esto  es Islandia, el lugar donde los  bancos quiebran y sus directivos  pueden ir a la cárcel sin que el cielo  se desplome sobre nuestras  cabezas; la isla donde apenas medio millar de  personas armadas con  peligrosas cacerolas pueden derrocar un Gobierno.  Esto es Islandia, el  pedazo de hielo y roca volcánica que un día fue el  país más feliz del  mundo (así, como suena) y donde ahora los taxistas  lanzan las mismas  miradas furibundas que en todas partes cuando se les  pregunta si están  más cabreados con los banqueros o con los políticos.  En fin, Esto es Islandia: paraíso sobrenatural, reza el cartel que se divisa desde el avión, antes incluso de desembarcar, publica 'El País'.
El  tipo de la foto se llama Sigurdur Einarsson. Era el presidente   ejecutivo de uno de los grandes bancos de Islandia y el más temerario de   todos ellos, Kaupthing (literalmente, "la plaza del mercado"; los   islandeses tienen un extraño sentido del humor, además de una lengua   milenaria e impenetrable). Einarsson ya no está en la lista de la   Interpol. Fue detenido hace unos días en su mansión de Londres. Y es uno   de los protagonistas del libro más leído de Islandia: nueve volúmenes y   2.400 páginas para una especie de saga delirante sobre los desmanes  que  puede llegar a perpetrar la industria financiera cuando está  totalmente  fuera de control.
Nueve  volúmenes: prácticamente unos episodios  nacionales en los que se  demuestra que nada de eso fue un accidente.  Islandia fue saqueada por  no más de 20 o 30 personas. Una docena de  banqueros, unos pocos  empresarios y un puñado de políticos formaron un  grupo salvaje que  llevó al país entero a la ruina: 10 de los 63  parlamentarios  islandeses, incluidos los dos líderes del partido que ha  gobernado casi  ininterrumpidamente desde 1944, tenían concedidos  préstamos personales  por un valor de casi 10 millones de euros por  cabeza. 
Está  por demostrar que eso sea delito (aunque parece que parte  de ese  dinero servía para comprar acciones de los propios bancos: para  hinchar  las cotizaciones), pero al menos es un escándalo mayúsculo.
Islandia   es una excepción, una singularidad; una rareza. Y no solo por dejar   quebrar sus bancos y perseguir a sus banqueros. La isla es un paisaje   lunar con apenas 320.000 habitantes a medio camino entre Europa, EE UU y   el círculo polar, con un clima y una geografía extremos, con una de  las  tradiciones democráticas más antiguas de Europa y, fin de los  tópicos,  con una gente de indomable carácter y una forma de ser y hacer  de lo más  peculiar. 
Un  lugar donde uno de esos taxistas furibundos, tras dejar  atrás la  capital, Reikiavik, se adentra en una lengua de tierra rodeada  de agua y  deja al periodista al pie de la distinguida residencia  presidencial,  con el mismísimo presidente esperando en el quicio de la  puerta:  cualquiera puede acercarse sin problemas, no hay medidas de  seguridad  ni un solo policía. 
Solo  el detalle exótico de una enorme piel  de oso polar en lo alto de una  escalera saca del pasmo a quien en su  primera entrevista con un  presidente de un país se topa con un  mandatario, Ólagur Grímsson, que  considera "una locura" que sus  conciudadanos "tengan que pagar la  factura de su banca sin que se les  consulte".
Y  del presidente al ciudadano de a pie: de la anécdota a  la categoría.  Arnar Arinbjarnarsson es capaz de resumir el apocalipsis  de Islandia  con estupefaciente impavidez, frente a un humeante capuchino  en el  céntrico Café París, a dos pasos del Althing, el Parlamento.  Arnar  tiene 33 años y estudió ingeniería en la universidad, pero, al  acabar,  ni siquiera se le pasó por la cabeza diseñar puentes: uno de los  bancos  le contrató, pese a carecer de formación financiera. "La banca  estaba  experimentando un crecimiento explosivo, y para un ingeniero es   relativamente sencillo aprender matemática financiera, sobre todo si el   sueldo es estratosférico", alega.
Islandia  venía de ser el país  más pobre de Europa a principios del siglo XX. En  los años ochenta, el  Gobierno privatizó la pesca: la dividió en cuotas  e hizo millonarios a  unos cuantos pescadores. A partir de ahí, bajo el  influjo de Ronald  Reagan y Margaret Thatcher, el país se convirtió en  la quintaesencia del  modelo liberal, con una política económica de  bajos impuestos,  privatizaciones, desregulaciones y demás: la sombra de  Milton Friedman,  que viajó durante esa época a Reikiavik, es alargada.  Aquello funcionó.  La renta per cápita se situó entre las más altas del  mundo, el paro se  estabilizó en el 1% y el país invirtió en energía  verde, plantas de  aluminio y tecnología.
El  culmen llegó con el nuevo siglo: el Estado  privatizó la banca y los  banqueros iniciaron una carrera desaforada por  la expansión dentro y  fuera del país, ayudados por las manos libres que  les dejaba la falta  de regulación y por unos tipos de interés en torno  al 15% que atraían  los ahorros de los dentistas austriacos, los  jubilados alemanes y los  comerciantes holandeses. 
Una economía sana,  asentada sobre sólidas bases, se convirtió en una mesa de black jack.   Ni siquiera faltó una campaña nacionalista a favor de la supremacía   racial de la casta empresarial, lo que tal vez demuestra lo peligroso   que es meter en la cabeza de la gente ese tipo de memeces, ya sea "las   casas nunca bajan de precio" o "los islandeses controlan mejor el riesgo   por su pasado vikingo".
La  fiesta se desbocó: los activos de los  bancos llegaron a multiplicar  por 12 el PIB. Solo Irlanda, otro ejemplo  de modelo liberal, se acerca a  esas cifras. Hasta que de la noche a la  mañana -con el colapso de  Lehman Brothers y el petardazo financiero  mundial- todo se desmoronó,  en lo que ha sido "el shock más brutal y fulminante de la crisis internacional", asegura Jon Danielsson, de la London School of Economics.
Pero   volvamos a Arnar y su relato: "La banca empezó a derrochar dinero en   juergas con champán y estrellas del rock; se compró o ayudó a comprar   medio Oxford Street, varios clubes de fútbol de la liga inglesa, bancos   en Dinamarca, empresas en toda Escandinavia: todo lo que estuviera en   venta, y todo a crédito". Los ejecutivos se concedían créditos   millonarios a sí mismos, a sus familiares, a sus amigos y a los   políticos cercanos, a menudo, sin garantías. La Bolsa multiplicó su   valor por nueve entre 2003 y 2007. Los precios de los pisos se   triplicaron.
"Los  bancos levantaron un obsceno castillo de naipes que se  lo llevó todo  por delante", cuenta Arnar, que conserva su empleo, pero  con la mitad  de sueldo. Acaba de comprarse un barco a medias con su  padre con la  intención de cambiar de vida: quiere dedicarse a la pesca.
La   fábula de una isla de pescadores que se convirtió en un país de   banqueros tiene moraleja: "Tal vez sea hora de volver al comienzo",   reflexiona el ingeniero. "Tal vez todo ese dinero y ese talento que   absorbe la banca cuando crece demasiado no solo se convierte en un foco   de inestabilidad, sino que detrae recursos de otros sectores y puede   llegar a ser nocivo, al impedir que una economía desarrolle todo su   potencial", dice el presidente Grímsson.
La  magnitud de la  catástrofe fue espectacular. La inflación se desbocó,  la corona se  desplomó, el paro creció a toda velocidad, el PIB ha caído  el 15%, los  bancos perdieron unos 100.000 millones de dólares (pasará  mucho tiempo  antes de que haya cifras definitivas) y los islandeses  siguieron siendo  ricos, más o menos: la mita de ricos que antes. ¿De  quién fue la culpa?  De los bancos y los banqueros, por supuesto. De sus  excesos, de aquella  barra libre de crédito, de su desmesurada codicia.  Los bancos son el  monstruo, la culpa es de ellos y, en todo caso, de  los políticos, que  les permitieron todo eso. OK. No hay duda.  ¿Solamente de los bancos?
"El   país entero se vio atrapado en una burbuja. La banca experimentó un   desarrollo repentino, algo que ahora vemos como algo estúpido e   irresponsable. Pero la gente hizo algo parecido. Las reglas normales de   las finanzas quedaron suspendidas y entramos en la era del todo vale:   dos casas, tres casas por familia, un Range Rover, una moto de nieve.   Los salarios subían, la riqueza parecía salir de la nada, las tarjetas   de crédito echaban humo", explica Ásgeir Jonsson, ex economista jefe de   Kaupthing. 
El  también economista Magnus Skulasson asume que esa locura  colectiva  llevó a un país entero a parecer dominado por los valores de  Wall  Street, de la banca de inversión más especulativa. "Los islandeses   hemos contribuido decisivamente a que pasara lo que pasó, por permitir   que el Gobierno y la banca hicieran lo que hicieron, pero también   participamos de esa combinación de codicia y estupidez. Los bancos   merecen sentarse en el banquillo y nosotros nos merecemos una parte del   castigo: pero solo una parte", afirma en el restaurante de un céntrico   hotel.
Una cosa salva a los islandeses, de alguna manera les redime de parte de esos pecados. En su incisivo ¡Indignaos!,   Stephane Hessel describe cómo en Europa y EE UU los financieros,   culpables indiscutibles de la crisis, han salvado el bache y prosiguen   su vida como siempre: han vuelto los beneficios, los bonus, esas cosas.   En cambio, sus víctimas no han recuperado el nivel de ingresos, ni  mucho  menos el empleo. "El poder del dinero nunca había sido tan  grande,  insolente, egoísta con todos", acusa, y, sin embargo, "los  banqueros  apenas han soportado las consecuencias de sus desafueros",  añade en el  prólogo del libro el escritor José Luis Sampedro.
Así  es: salvo  tal vez en el Ártico. Islandia ha hecho un valiente intento  de pedir  responsabilidades. "Dejar quebrar los bancos y decirles a los  acreedores  que no van a cobrar todo lo que se les debe ha ayudado a  mitigar  algunas de las consecuencias de las locuras de sus banqueros",  asegura  por teléfono desde Tejas el economista James K. Galbraith.
Contada   así, la versión islandesa de la crisis tiene un toque romántico. Pero   la economía es siempre más prosaica de lo que parece. Hay quien relata   una historia distinta: "Simplemente, no había dinero para rescatar a  los  bancos: de lo contrario, el Estado los habría salvado: ¡Llegamos a   pedírselo a Rusia!", critica el politólogo Eirikur Bergmann. "Fue un   accidente: no queríamos, pero tuvimos que dejarlos quebrar y ahora los   políticos tratan de vender esa leyenda de que Islandia ha dado otra   respuesta".
Sea  como sea, la crisis ha dejado una cicatriz enorme  que sigue bien  visible: hay controles de capitales, un delicioso  eufemismo de lo que  en el hemisferio Sur (y más concretamente en  Argentina) suele llamarse  corralito. El paro sigue por encima del 8%,  tasas desconocidas por  estos lares. El desplome de la corona ha  empobrecido a todo el país,  excepto a las empresas exportadoras.
Cuatro   de cada diez hogares se endeudaron en divisas o con créditos  vinculados a  la inflación (parece que, por lo general, para comprar  segundas  residencias y coches de lujo), lo que ha dejado un agujero  considerable  en el bolsillo de la gente. Tras dejar quebrar el sistema  bancario, el  Estado lo nacionalizó y acabó inyectando montones de  dinero -el  equivalente a una cuarta parte del PIB- para que la banca no  dejara de  funcionar, y ahora empieza a reprivatizarlo: la vida, de  algún modo,  sigue igual.
Todo  eso ha elevado la deuda pública por encima del  100% del PIB, y para  controlar el déficit tampoco los islandeses se han  librado de la oleada  de austeridad que recorre Europa desde el Estrecho  de Gibraltar hasta  la costa de Groenlandia: más impuestos y menos gasto  público. Al cabo,  Islandia tuvo que pedir un rescate al FMI, y el Fondo  ha aplicado las  recetas habituales: se han elevado el IRPF y el IVA  islandeses y se han  creado nuevos impuestos, y por el lado del gasto se  han bajado  salarios y beneficios sociales y se están cerrando escuelas;  se ha  reducido el Estado del bienestar. Que es lo que suele suceder  cuando de  repente un país es menos rico de lo que creía.
"Hemos   recorrido una década hacia atrás", cierra Bergman. Y aun así, el   Gobierno y el FMI aseguran que Islandia crecerá este año un 3%: el   desplome de la corona ha permitido un despegue de las exportaciones, hay   sectores punteros -como el aluminio- que están teniendo una crisis muy   provechosa, y, al fin y al cabo, Islandia es un país joven con un  nivel  educativo sobresaliente. Entre la docena de fuentes consultadas  para  este reportaje, sin embargo, no abunda el optimismo.
Uno  de los  economistas más brillantes de Islandia, Gylfi Zoega, dibuja un  panorama  preocupante: "Los bancos aún no son operativos, los balances  de las  empresas están dañados, el acceso al mercado de capitales está  cerrado,  el Gobierno muestra una debilidad alarmante. No hay consenso  sobre qué  lugar deben ocupar Islandia y su economía en el mundo. Vamos a  la  deriva... No se engañe: ni siquiera el colapso de los bancos fue  una  elección; no había alternativa. Islandia no puede ser un modelo de   nada".
Hay  quien duda incluso de que los banqueros den finalmente  con sus huesos  en la cárcel: "Los ejecutivos han sido detenidos varias  veces, y  después, puestos en libertad: como tantas otras veces, eso es  más un  jugueteo con la opinión pública que otra cosa", asegura Jon  Danielsson.  Hannes Guissurasson, asesor del anterior Gobierno y conocido  por su  férrea defensa de postulados neoliberales, incluso traza una  fina línea  entre el delito y algunas de las prácticas bancarias de los  últimos  años. "Muy pocos banqueros van a ir a la prisión, si es que va  alguno:  ¿qué ley vulnera la excesiva toma de riesgos?", se pregunta.
Pero   los mitos son los mitos (y un periodista debe defender su reportaje   hasta el último párrafo) e Islandia deja varias lecciones fundamentales.   Una: no está claro si dejar caer un banco es un acto reaccionario o   libertario, pero el coste, al menos para Islandia, es sorprendentemente   bajo; el PIB de Irlanda (cuyo Gobierno garantizó toda la deuda  bancaria)  ha caído lo mismo y sus perspectivas de recuperación son  peores. Dos:  tener moneda propia no es un mal negocio. En caso de apuro  se devalúa y  santas Pascuas; eso permite salir de la crisis con  exportaciones, algo  que ni Grecia ni Irlanda (ni España) pueden hacer.
La  última y  definitiva enseñanza viene de la mano del grupo salvaje, a  quien nadie  vio venir: ni las agencias de calificación ni los auditores  anticiparon  los problemas (aunque lo que no descubre una buena  auditoría lo destapa  una buena crisis: Pricewaterhousecoopers está  acusada de negligencia).  Pero los problemas estaban ahí: la prueba es  que la inmensa mayoría de  los ejecutivos de banca están de patitas en  la calle y algunos esperan  juicio. 
Nuestro  Sigurdur Einarsson, el banquero más buscado, se compró  una mansión en  Chelsea, uno de los barrios más exclusivos de Londres,  por 12 millones  de euros. La mayoría de los banqueros que tienen  problemas con la  justicia hicieron lo mismo durante los años del boom, y menos mal que lo hicieron: la gente les abucheaba en el teatro, les tiraba bolas de nieve en plena calle, les lanzaba piropos  en los restaurantes o les dejaba ocurrentes pintadas en sus domicilios.  Salieron pitando de Islandia.
El  caso es que Einarsson no tuvo que  marcharse: vivía en su estupenda  mansión londinense desde 2005. La  hipoteca no era problema: Einarsson  decidió alquilársela al banco  mientras vivía en la casa; al fin y al  cabo, un presidente es un  presidente, y ese es el tipo de  demostraciones de talento financiero que  solo traen sorpresas en el  improbable caso de que la justicia se meta  por medio. Islandia parece  el lugar adecuado para que sucedan cosas  improbables: según las  estadísticas, más de la mitad de los islandeses  cree en los elfos. En  el avión de vuelta se entiende mejor la publicidad  del aeropuerto,  sobre todo porque las fuentes consultadas descartan  que, si finalmente  hay condena a los banqueros, el Gobierno islandés  vaya a conceder un  solo indulto. Esto es Islandia: paraíso sobrenatural. ¡Vaya si lo es!
 El 'caso Icesave' (y otras rarezas)
El tiburón putrefacto es uno de los platos típicos de Islandia,   que tiene una noche inacabable (no solo por las horas de oscuridad),   una de las pocas primeras ministras del mundo (Johana Sigurdardottir,   abiertamente lesbiana) y un museo de penes (y esto no es una errata). La   lista de rarezas es inacabable: es más fácil entrevistar al presidente   de Islandia que al alcalde de Reikiavik, Jon Gnarr, célebre por pactar   solo con quienes hayan visto las cuatro temporadas de The Wire.   Con la crisis, las singularidades han alcanzado incluso al siempre   aburrido sector financiero: en Londres han llegado a aplicarle métodos   antiterroristas.
Landsbanki,  uno de los tres grandes bancos  islandeses, abrió una filial por  Internet con una cuenta de ahorro a  altos tipos de interés, Icesave,  que hizo furor entre británicos y  holandeses. Cuando las cosas  empezaron a torcerse y el Gobierno  británico detectó que el banco  estaba repatriando capitales, le aplicó  la ley antiterrorista para  congelar sus fondos. Ese fue el detonante de  toda la crisis: provocó la  quiebra en cadena de toda la banca. Y sigue  dando tremendos dolores de  cabeza a Islandia.
Holanda  y Reino  Unido devolvieron a sus ciudadanos el 100% de los depósitos y  ahora  exigen ese dinero: 4.000 millones de euros, un tercio del PIB  islandés,  nada menos. El Gobierno llegó a un acuerdo para que los  ciudadanos  pagaran en 15 años y al 5,5% de interés: la gente se  organizó para  echarlo abajo en un referéndum, tras el veto del  presidente. 
Así  llegó  un segundo pacto, más ventajoso (tipos del 3%, a pagar en 37  años), y de  nuevo la gente decidirá en abril en referéndum si paga o no  por los  desmanes de sus bancos. Agni Asgeirsson, ex ejecutivo que fue  despedido  de Kaupthing y ahora trabaja como ingeniero en Río Tinto, es  tajante al  respecto: "El primer acuerdo era claramente un fraude. Este  es más  discutible. No queremos pagar, pero eso añadiría incertidumbre  legal  sobre el futuro del país. Pero lo interesante es cómo ha  reaccionado la  gente".
Ese  es quizá el mayor atractivo de la respuesta islandesa: la   parlamentaria y ex magistrada francesa Eva Joly (a quien se encargó el   inicio de la investigación sobre la banca) asegura que lo más llamativo   de Islandia es que en un país "que se consideraba a sí mismo un milagro   neoliberal, y donde se había perdido gradualmente todo interés por la   política, ahora la gente quiere tener su destino en sus propias manos".
"Eso   sí: la fe en los políticos y los banqueros tardará en volver, pero que   mucho, mucho, tiempo", cierra el cónsul de España, Fridrik S.   Kristjánsson.

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